Besugo, lechazo y demás emociones: esplendor de Nochebuena al gusto de siempre

Lechazo asado servido en un plato de barro con guarnición.
Un delicioso lechazo asado, símbolo de la tradición navideña en España.

Mientras a lo largo del año nos dejamos seducir por la cocina de autor, las fusiones improbables o ingredientes exóticos, en Navidad el paladar pide certezas; no experimentos. Estas fechas tienen la virtud de devolvernos el gusto conocido y acreditado, sin entelequias ni trampantojos. Volvemos a los sabores de casa, a los platos que nos reúnen y recuerdan de dónde venimos. Somos dueños del sabor memorable y compartimos gustos de signo familiar que acaso nos acompañan desde la infancia.

Por Luis Cepeda

En Navidades, la memoria gastronómica toma el mando. Aunque a la vuelta del año avizoremos otra vez tendencias y nos preguntemos si nos van a gustar las algas, los insectos, los filetes veganos, las fusiones y las confusiones, la quinta gama que gravita sobre la alta cocina o la notoriedad del fast-food, que hay quien señala como la opción más segura y generalizada del futuro. Celebremos pues, en esos días, con sus causas y maneras, un par de experiencias clásicas y supremas del paladar navideño y un recuerdo añadido a platos que honran la tradición culinaria familiar.

Pocos pescados despiertan tanto respeto en la cocina navideña como el besugo. Es un producto

Besugo al horno con patatas y limón, plato navideño tradicional.

noble, de carne blanca, textura jugosa y casi goloso, que alcanza su plenitud si se respeta su punto exacto. Su fama es nacional, aunque sus preparaciones varían de región en región. Su receta más emblemática es el besugo a la madrileña. Se prepara con criterio y detalle: el pescado, de kilo a kilo y medio, se hornea sobre una cama de patatas, cebolla y tomate, cuya preparación se anticipa. Lleva tres cortes sesgados donde se insertan medias rodajas de limón y se sazona con vino blanco, algo de vinagre, ajo y perejil. Como toque final, una costra dorada de pan rallado con salsa sella su carácter festivo. El origen de esta receta se remonta a 1739, cuando Manuel de Herrera consiguió permiso para transportar besugos desde Bermeo a Madrid. El viaje duraba unos cuatro días, lo que exigía una preparación capaz de disimular la pérdida de frescura. Con el tiempo, la receta se afianzó y hoy es sinónimo de Navidad en el centro peninsular.

Julio Camba, cronista agudo y gastrónomo apasionado, escribió que «el besugo no se encuentra a gusto hasta que llega a Madrid». Y no le faltaba razón: en la capital, el besugo es más que un plato, es una institución. Óscar Velasco, chef de alta cocina, recomienda controlar su punto con termómetro: al llegar a los 51 °C junto a la espina, es hora de apagar el horno. En el País Vasco, en cambio, el besugo se honra con sobriedad. Se asa al horno con el toque de una pluma empapada en aceite, sin más aliño que ajo y perejil fritos al final y con un toque de vinagre antes. Lo importante es que el pescado se exprese sin disfraces. El besugo tiene también su lado curioso: en Japón, se considera un pez real, símbolo de fortuna y respeto. Allí, su nombre —tai— se asocia fonéticamente a celebraciones. Aquí, más allá de su apariencia rechoncha y sus ojos saltones, es un bocado estacional de altísimo nivel. Se pesca en el Cantábrico, aunque su presencia se ha reducido, y en el Estrecho de Gibraltar —donde lo llaman voraz— alcanza una calidad suprema. Su cocción ideal: 20 minutos por el primer kilo y 10 más por cada kilo adicional.

Si el besugo es el mar en Navidad, el lechazo es la tierra, la lumbre y la raíz; carne tierna e historia larga. Es un símbolo culinario profundo, que remite a lo familiar, lo ceremonial y lo ancestral. El cordero ha sido alimento ritual en las culturas judía, cristiana e islámica, que tanto tiempo convivieron aquí y sigue siendo en nuestro país protagonista en celebraciones importantes. Pero no cualquier cordero es lechazo. El auténtico lechazo solo procede de crías de ovejas de la raza churra, alimentadas exclusivamente con leche materna y sin pastar. Su sacrificio, entre los 25 y 30 días, garantiza una carne tierna, de sabor suave y pureza inigualable. Este detalle lo distingue de los corderos lechales de otra raza o alimentación mixta. Néstor Luján, maestro de la crónica gastronómica, lo dejó claro: la oveja churra acredita una calidad lechera excepcional y los machos se sacrifican pronto, para no interferir con la producción láctea destinada a los afamados quesos de oveja de la zona. El lechazo, pues, es parte de un ciclo ganadero coherente y sostenible, por más que su ternura despierte escrúpulos.

En Castilla y León, cuna del lechazo, su preparación es minimalista y gloriosa: dos cuartos (unos 3,5 kg) se asan 45 minutos por cada lado en cazuela de barro, untados con manteca, sal, un vaso de agua y el zumo de medio limón. Al final, un reposo breve antes de servirlo basta para alcanzar la perfección. Si se desea, puede colocarse sobre una cama de patatas panadera que se impregnarán con los jugos del asado. Es un plato con historia y anécdota. En la Edad Media, los monasterios reclamaban los corderillos más tiernos no solo por su sabor, sino porque su piel era ideal para fabricar pergaminos, algo que, según se dice maliciosamente, favorecían abades y priores a quien se destinaba el manjar separado de la piel. Hoy, su consumo sigue ligado al placer, pero también al saber ancestral que lo rodea.

Aunque besugo y lechazo lideran la mesa tradicional, la Navidad en España es un festival de sabores regionales rememorando tradiciones que unen. Cada región aporta su esencia con recetas que hablan del clima, el paisaje y la historia local. Algunas de las más populares son los Salpicones de marisco, frescos y festivos, como anticipo de mantel o la Sopa toledana de almendras o mazapán para concluir el festín. La Lombarda con pasas y piñones, es una hortaliza clásica en Madrid. La elegancia y sobriedad de los  Cardos con almendras pertenecen a Navarra, La Rioja o Aragón. El colosal Pavo relleno, importado, pero asentado y propagado en nuestras costumbres, es un símbolo navideño en muchos hogares. También la Escudella i carn d’olla catalana contundente y emotiva de las masías o el Potaje de castañas, como esencia de bosque, precediendo en Galicia al Capón de Villalba, ave majestuosa y sabrosa, de proporciones desmesuradas, que nace y vive para gratificar la Nochebuena.

El crujiente Cochinillo castellano suele ser una excelente alternativa al lechazo para compartir

Cochinillo asado dorado en una bandeja frente al fuego.

mesa y personalmente se lo encargo a Coque, que tiene horno de dos estrellas o más, granja de lechones y tienda en honor a su madre, doña Teresa Huertas, generadora de un linaje gastronómico. Mientras, la nobleza del Cantábrico asoma por Asturias con el suculento Rape o Pitxin alangostado que se inventó unas navidades otra pionera de los sabores, doña Damiana Arribas de Casa Zoilo, en Palos de Nalón. Son referencias a vuelapluma –y el lector echará en falta bastantes– que reiteran el vigor familiar navideño. Hoy, muchos de estos platos también se encuentran listos para servir gracias a empresas gourmet que los preparan por encargo y son impecables, pues la tecnología moderna ha facilitado que la tradición viaje, se conserve y llegue a cada casa con su sabor intacto.

La Navidad no es cuestión de excesos, sino de reencuentros con sabores que nos definen. En un mundo que cambia rápido, donde las tendencias culinarias se agotan antes de que las entendamos, estos platos son una brújula emocional. El besugo y el lechazo y todo lo mencionado no solo alimentan el cuerpo; conecta generaciones, territorios y memorias. Representa una cocina que no necesita artificios para emocionar. Basta con encender el horno, respetar el producto y dejar que el tiempo —el culinario y el vital— haga lo suyo.

 

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