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Salpicones: del barroco a nuestros días

Si hablamos de salpicón, lo primero que tendremos que preguntarnos será a qué nos referimos; porque el propio Diccionario, siempre tan nebuloso e inconcreto al tocar cosas relacionadas con la gastronomía, nos lo define como un “guiso de carne, pescado o marisco desmenuzado, con pimienta, sal, aceite, vinagre y cebolla”. Primer cruce de caminos: carne, pescado o marisco.

Texto: Cristino Álvarez. Fotos: ORIGEN

La referencia más clásica al salpicón del XVII la tenemos en el mismísimo comienzo de la “Vida del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”, cuya primera parte se dio a la imprenta en 1605. Cervantes nos informa de la dieta de Alonso Quijano, antes de que mutase en don Quijote y saliese a buscar por el campo manchego entuertos que desfazer: “una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches…” Nadie parece saber a ciencia cierta cuál era ese lugar de la Mancha de cuyo nombre no quería acordarse don Miguel, pero una cosa es cierta: no podría estar más alejado del mar.

No hay misterios. El salpicón cervantino no era más que una manera de aprovechar las carnes que habían sobrado de la olla cotidiana, al menos de la olla de lunes a jueves, que los viernes eran días de pescado (el hidalgo se contentaba con lentejas), los sábados sólo se permitían carnes de, digamos, desecho, como los torreznos (vaya desecho) de los “duelos y quebrantos” y los domingos don Alonso se permitía un pichón. Ese salpicón no consistía en otra cosa que en aliñar la carne, desmenuzada y fría, con abundante cebolla y una vinagreta de lo más básico: aceite, vinagre, sal y pimienta.

Seis años después de la publicación del Quijote, Francisco Martínez Montiño (Motiño, según otros), cocinero del rey Felipe III, publicó su monumental “Arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería”. Bien pronto nos encontramos en el texto con la receta que da para el salpicón de vaca: “Pues que tratamos de salpicón, quiero avisar que cuando te pidieren salpicón de vaca procures tener un poco de buen tocino de pernil, cocido y picado, y mezclado con la vaca; y luego su pimienta, sal, vinagre y su cebolla picada, mezclada con la carne, y unas ruedas de cebolla para adornar el plato. Es muy bueno, y tiene buen gusto”. Así sería el de casa del hidalgo manchego.

Y así debió de ser mucho tiempo, porque cerca de tres siglos después, a finales del XIX, Ángel Muro nos dejó esta descripción: “fiambre de carne picada compuesto y aderezado con pimienta, sal, vinagre y cebolla, todo mezclado. Hácese regularmente de vaca y se usa mucho en las aldeas. El salpicón que se gasta generalmente en las meriendas campestres, y que se sirve frío, se hace cociendo un pedazo de jamón y dos partes de carne magra; después se corta menudo y se pica un poco de cebolla cruda, que se le echa por encima; se rocía con vinagre y se aliña con bastante aceite crudo, sal y pimienta. Se puede hacer salpicón con toda clase de manjares.” Jamón por tocino de jamón; es todo.

Pero ya se hacían otros salpicones, dando la razón a Muro. Volvamos al libro de Montiño. En él se incluye ya un salpicón marino: un salpicón de atún, o atún en salpicón. Quede constancia de la receta: “este atún, después de salado, es muy bueno, si es de ijada, y gordo, cocido; haz unas rebanadas de lo más gordo, y de lo más magro un salpicón con su cebolla; pondrás las rebanadas gordas en las orillas del plato, y el salpicón en medio; luego otras rebanadas por encima y ruedas de cebolla, y luego ponle aceite y vinagre por encima de todo”. Salpicón de ventresca, nada menos.

Hoy, al salpicón de atún se le han añadido más cosas. Podríamos decir, por un lado, que se trata de una ensaladilla de bonito a la que se añade cebolla y que, en lugar de cubrirse con mayonesa, se aliña con aceite y vinagre. Por supuesto, ha ganado elementos como la patata, el huevo cocido… El mundo de los aficionados a las ensaladas de bonito se divide entre los partidarios de la ensaladilla y los del salpicón. En mis años mozos, las tapas de salpicón alternaban con las de ensaladilla en mis bares preferidos. Yo, la verdad, siempre le tuve más querencia al salpicón.

Que no tenía por qué reducirse al bonito (dicho sea de paso, si hacen salpicón de bonito, de atún, usen atún blanco en aceite de oliva con preferencia al atún claro). Recuperando el sentido de aprovechamiento de sobras, aunque pueda procederse sin pasos previos, un salpicón elaborado con un pescado blanco de carnes firmes, como la merluza y no digamos el rape, cocidos, con los sacramentos habituales, es un grandísimo plato de entrada.

Hemos incorporado las patatas. Es evidente que se trata de una incorporación muy tardía; parece cosa de anteayer, del XIX. Por supuesto, las patatas alargan el plato, y aportan su textura, más que nada. Antes decíamos que un salpicón era algo así como una ensaladilla en la que la mayonesa ha sido sustituida por una buena vinagreta; podríamos decir, también, que un salpicón es el resultado de ilustrar con uno de esos pescados, o algún crustáceo, algo tan clásico como las sevillanas “papas aliñás”. Después de todo, esas papas comparten la base con los actuales salpicones: llevan aceite (virgen, claro está), vinagre (mejor de Jerez), y cebolla o cebolleta. Añadan ustedes las clásicas rodajas de huevo duro y el protagonista marino, y ahí tienen ustedes un salpicón básico paro delicioso.

Añadamos, antes de entrar en los salpicones de mayor cuantía, que la fórmula quijotesca, adaptada al gusto y los tiempos, se presta la mar de bien a la creación de suculentas “segundas vueltas” no ya de las carnes del cocido, sino del asado navideño; una pechuga de capón, o de pularda, sometida a esos tratamientos y tratada con cierto mimo da un magnífico salpicón festivo.

Pero, en fin, hoy por hoy cuando se piensa en salpicones suele hacerse en los salpicones de marisco, que son, ciertamente, la antítesis de los de aprovechamientos, porque requieren una inversión más o menos gravosa. Pueden hacerse, en realidad, con cualquier crustáceo cocido: gambas, langostinos, cigalas… Naturalmente, no estoy pensando en mariscos “de escaparate”, que irán mejor a la mesa sin más adorno que ellos mismos. Me refiero a los que, por lo que fuere, no tienen “presencia”. Pienso en esas cigalitas de algo más de un dedo de largo (la cola) a las que les falta una o ambas patas. No dan el tipo, pero sí el sabor. Esas colitas, cocidas en su punto, y peladas, claro, hacen un salpicón delicioso. Por cierto: creo que, a parir de aquí, las patatas no tienen ningún cometido que cumplir en nuestros salpicones.

Una receta más trabajosa, pero de espléndidos resultados, es la que utiliza como base del salpicón la carne desmenuzada de ese “patito feo” de los grandes crustáceos que es el llamado buey de mar, en algunos lugares buey de Francia, un animalito que siempre ha estado a la sombra de las centollas, pero que da excelente juego en preparaciones como el changurro a la donostiarra (txangurro es voz vascuence que no designa al guiso, sino al crustáceo, y vale tanto para el buey de mar como para la centolla) y un honrado salpicón.

Antes de pasar adelante, dos cosas quizá innecesarias porque ustedes ya estaban en ello, pero cuiden el aliño al máximo. Utilicen un vinagre de vino irreprochable; yo les recomendaré siempre vinagre viejo de Jerez, dosificado sabiamente, y les aconsejaré mantener lejos de sus salpicones ese líquido oscuro y agridulce que llamamos vinagre balsámico. En cuanto al aceite, naturalmente extravirgen de oliva. ¿De qué oliva? Aquí juega su gusto y sus preferencias, aunque yo sería partidario de usarlo más suave que picante, pero allá ustedes y sus costumbres aceiteras.

Salpicón de bogavante… Llegamos a la cumbre, al salpicón más valorado. Y no deja de ser curioso. Si ustedes repasan textos culinarios gallegos de principios del siglo XX, como el de ‘Picadillo’, el gran crustáceo brilla por su ausencia: manda la langosta. Pardo Bazán, en sus dos recetarios, da ocho fórmulas para la langosta y una sola para el bogavante, al que llama lobagante. Pero el bogavante, el homard, en tantos textos mal traducido por langosta, se ha enseñoreado del cotarro, especialmente en dos versiones de gran éxito: el arroz con bogavante, o de bogavante, y el salpicón de bogavante, en ambos casos platos estrella de las cocinas que los practican… no siempre con éxito, hay que decirlo.

Les daremos una fórmula tan ortodoxa como cualquier otra. Procedan a cocer, en agua con sal, un bogavante (o dos) de poco menos de un kilo. Cuando esté, esperen a que se enfríe para poder manipularlo. Extraigan la carne de su cola y córtenla en rodajas; saquen también la carne de sus pinzas, y aprovechen lo que dé de sí la cabeza.

Cuezan dos huevos. Corten uno en rodajas y piquen fino el otro. Piquen también, más bien fina, una cebolla y, ya puestos, un pimiento morrón. Por otro lado, preparen en un cuenco de cristal una vinagreta: aceite virgen, una cucharada de vinagre, la sal necesaria y un poco de perejil. Batan todo ello hasta lograr una emulsión.

Lo demás… fácil: mezclen las carnes desmenuzadas (pinzas y cabeza) del bogavante con el huevo picado, la cebolla y el pimiento; alíñenlo con la vinagreta, pero sin inundarlo; coloquen encima las rodajas de la cola del bogavante y las de huevo cocido, viertan otro poco de aliño… y a la mesa. Personalmente, prescindo del pimiento morrón, tan del gusto de mis paisanos gallegos para poner “una nota de color” en tantos platos; da más color que el perejil, está claro, pero no veo que, en cuestión sabor, congenie demasiado con el resto de ingredientes.

Hoy la mayoría de los ejecutantes saben hacer salpicones decentes. Yo he pasado por aliños hechos con aceites “refinados” (“es que el virgen sabe mucho y no me lo quieren”) y vinagres industriales (rechazaban el de Jerez por las mismas razones). He ido a un supuesto templo coruñés del salpicón de bogavante para encontrarme con unas rodajas de marisco literalmente nadando en una bañera de aceite y vinagre. He soportado falcatrúas en mi búsqueda de un buen salpicón de bogavante. Hoy, ustedes no tendrán que pasar por eso. O eso espero. Pero les contaré un secreto: prefiero la langosta.

Un largo y sabroso recorrido es el que han protagonizado los salpicones desde el Barroco español a la cocina de finales del siglo XX… porque cualquiera sabe en qué acabarán los salpicones en manos de los tecnoartistas de las cocinas contemporáneas.

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