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LUGARES PUNTUALES: La vocación urbana de la huerta

En el huerto del Hotel Wellington de Madrid respiras primavera y viento del Retiro, que está tan cerca. Pero sobre todo te envuelve la explosión vegetal de la estación más amable y pródiga del año; el brote fragante de las plantas de la temporada, insinuando vísperas gourmet. La sensación campestre persiste cuando abres los ojos y a tus pies –30 metros más abajo– contemplas el torrente de tráfico de la calle Velázquez y los techos del tejido urbano del barrio Salamanca. Estás en lo alto del mayor huerto urbano del mundo a cielo abierto, situado en la azotea de un hotel. (En la imagen, Javier Librero, el el huerto del Wellington).
Por Luis Cepeda

Hay catorce parcelas de cultivo ecológico donde campean lechugas, espárragos y berenjenas; cebolletas y zanahorias, guisantes y habas, además de una extensa gama de hierbas aromáticas y de hortalizas baby, propicias al matiz culinario. Hasta 4.200 unidades de 35 plantas diferentes, libres de fungicidas o pesticidas –cultivadas con abono orgánico, irrigación controlada y clima natural–, habitan y prosperan en esta instalación prodigiosa de 300 metros cuadrados. Se trata de la convivencia de la ciudad y el campo en su expresión más ingeniosa. Es el esplendor de la primicia vegetal, al servicio de la gastronomía de cada estación, que se sirve seis pisos más abajo –más cerca imposible–, e

n el restaurante que gobierna Javier Librero, un chef navarro comprometido con la cocina de raíz, que aquí duplica responsabilidad culinaria y atención personal al huerto.

Son tendencia mundial los huertos urbanos. Algunos de Amsterdam, Nueva York, Londres o Paris están incluso más altos que éste, aunque suelen ser bajo plástico de invernadero o de menor tamaño, que el suelo de las azoteas está por las nubes y cultivarlo al aire libre no es lo más rentable. Tienen sus curiosidades. En Oslo, los huertos urbanos son auténticos retos a la naturaleza que salen al paso del declive de Kampen, el barrio más tradicional de la capital norue

ga, donde cada casita unifamiliar de madera –en inevitable riesgo urbanístico–, dispone de un entrañable huerto y hasta de corral propio. Ahora el restaurante Kontrast, del chef Mikel Svensson, distinguido con una estrella Michelin, ya tiene huerto urbano para suministro propio, situado en la azotea del moderno edificio donde se ubica. Y no son pocos los domicilios particulares donde progresa el gozo –y el desafío climatológico– de disponer de su huerto privado. Es evidente que se trata de un recurso en ascenso y de una especie de tributo a la noción del huerto, cuya génesis decididamente ciudadana, antes que ribereña y rural, nos parece oportuno recordar.

Todo indica que la iniciativa de los huertos en España tuvo que ver con los romanos y coincide con la fundación de la ciudad de Valencia, en el año 138 a. d. C. Su fórmula agraria, múltiple en hortalizas y corrales, representa una civilizada imposición de la revolución agrícola y su objetivo fue garantizar el suministro alimenticio más inmediato a los asentamientos urbanos. Las poblaciones se delimitaron durante siglos mediante contornos cultivados, para tener el producto lo más fresco y más a mano posible. Su ciclo climatológico determinó la alimentación mediante legumbres y hortalizas largas, en otoño e invierno, y verduras más lozanas y jugosas, en primavera y verano. La civilización musulmana desarrolló después métodos de irrigación muy eficaces, al tiempo que aportaba productos tan significativos como los cítricos y la caña. Luego, el encuentro americano nos trajo sustanciales hortalizas que arraigaron de plano en el clima mediterráneo, como el tomate, la judía verde, la alubia o el pimiento.

La huerta es la expresión anímica y plástica más relevante en la Comunidad Valenciana. El legendario y democrático Tribunal de las Aguas ha velado por su arraigo histórico, aunque el urbanismo contemporáneo, la refrigeración en el transporte y la sumisión al suministro hortícola global, hayan orillado su desarrollo. Pero su espectacular despliegue persiste precisamente

en uno de los mercados más puntuales del país, el de Valencia, y muchos establecimientos de la ciudad reflejan el encuentro cotidiano con la huerta. Begoña Rodrigo –la carismática vencedora del primer Top Chef– activa su vecindad y respeto a la huerta en el restaurante La Salita. Su cocina de producto es visible, radiante y perfumada. Prodigios de autor como las alcachofas aciduladas con naranja, los espárragos blancos a la mantequilla ahumada, sus leves guisantes especiados, el agridulce de la remolacha con cerezas o los tallarines de bajoqueta –la peculiar judía verde local, de brote fragante–, exaltan la primavera desde sutiles aderezos que captura el producto infalible de la huerta, cuyo cultivo supervisa todo el año con agricultores de confianza.

Desde tiempo inmemorial –como en todo lo que concierne a su lejana civilización–, en China se practica una racional abstinencia de carnes, quesos y lácteos, en beneficio de la dieta vegetal. Kenneth Scott Latporette, histórico misionero norteamericano en el lejano Oriente, lo explicó en The Chinese. Their History and Culture: “Utilizar directamente los productos del campo para la alimentación humana, sin el despilfarro que representa hacerlos pasar primero por los procesos digestivos de un animal intermediario, ayuda a la economía de superficie, que aquí necesita sustentar a un número elevado de seres humanos”. Si nos incumbe o no el razonamiento –que es en todo caso una buena causa vegetariana–, no quita para que hagamos del apogeo primaveral de los vegetales un motivo de entusiasmo. Las hortalizas desempeñan en estas fechas una misión saludable y gastronómica; oportuna y satisfactoria.

Hace un par de años, el empresario y cocinero Guillermo Alepuz puso la verdulería San Agapito en los alrededores de la estación del tren de Aravaca, en Madrid, donde empezó a reunir hortalizas de procedencia singular: los insólitos tomates corazón de buey de Sierra Culebra, pimientos morrones de Torquemada, alcachofas de la Tudela navarra, judías peronas de Murcia, guisantes del Maresme, espárrago verde de San Martín de la Vega y espárrago blanco de Tudela de Duero, habas de Jaén, la patata temprana de Motril, apretadas coliflores y sólidos calabacines… Espoleado por s

u oficio, junto a la tienda y a la vista instaló una cocina en forma. Ahora revitaliza las hortalizas de primavera con elaboraciones para llevar: alcachofas confitadas al vacío, pisto de pimiento morrón y calabacín, berenjenas a la brasa, menestras, salmorejos, cremas de hortalizas, ensaladas crujientes… La actividad convencional de la tienda se acompasa con la de la cocina, pues, a la despreocupación de guisar de su clientela, se suma la excelencia del origen. Y brinda la oportunidad de efectuar manipulaciones culinarias previas o guisos domésticos a sus parroquianos, tras elegir el producto flamante de la temporada. Por eso, cuando alguien elogia lo espléndido y abundante de la mercancía expuesta, él responde: “es que no tengo una tienda, sino una despensa”.

Es obligado poner broche al recorrido por la puntualidad de la huerta en la urbe celebrando el trasplante a Madrid de El Invernadero, la singular iniciativa de Rodrigo de la Calle, el chef con más huerta en el ánimo, quien durante dos años ha ensayado su potencialidad en el medio rural de Collado Mediano. Las hortalizas son el hilo conductor de su cocina, desde que hace diez años abrió su primer restaurante en Aranjuez. Garantiza la inmersión más complaciente y osada en el universo gastronómico de las verduras, mediante un lenguaje culinario muy personal. Se trata del más reciente Premio Nacional de Gastronomía saludable, es asesor de la cocina vegetal de los Atelier de Joël Robuchon y posee, en Beijins (China), un restaurante de cocina española de autor. Desde mayo lo tenemos más cerca, en la calle Ponzano de Madrid, echando raíces.

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