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Trashumancia: Inercia, vigencia y medio ambiente

La verdad es que no es mucho lo que hemos enseñado a los animales. Poco más que a obedecer, custodiar y hacer cabriolas. No es poco, sin embargo, lo que de los animales hemos aprendido. Bastantes logros de la Humanidad han consistido en trasformar la intuición animal en civilización; en signos de inteligencia reflexiva. La cultura del respeto a la fauna  –salvaje o doméstica– que en la actualidad prospera, es más que justa reciprocidad a una convivencia milenaria, simbiótica e instructiva.

Texto: Luis Cepeda Fotos: Isidoro Jiménez

Antes que el género humano se convirtiera en sedentario, debido al desarrollo de los cultivos y la ganadería domesticada, el cazador nómada aprendió mucho del instinto animal. Mientras su voracidad carnívora perseguía piezas –aparentemente errantes, como él mismo–, descubrió la prodigiosa renovación estacional de los pastos, gracias a la perspicacia, jerarquía y rutina periódica de los animales. Cabe suponer que la migración de las aves y los mamíferos representó una de las primeras incógnitas para el Homo sapiens remoto, perplejo ante aquella movilidad animal espontánea. Descubrir los efectos cíclicos de la climatología –en la naturaleza y en la conducta zoológica–, subraya, probablemente, el primer signo evolutivo del hombre primitivo. Toda investigación en Antropología social, anterior al Neolítico, demuestra que el pastoreo se anticipó a la agricultura. De hecho, se trata del eslabón previo a la estabilidad alimenticia humana, ocurrida hace más de 12.000 años.

 

La memoria genética instalada en la humanidad tras perseguir manadas en migración, inspiró, sin duda, la operatividad de la trashumancia. Se trata, como se sabe, de un ejercicio fundamental del pastoreo que consiste en efectuar traslados geográficos del ganado, ajustándose a la climatología cambiante, al encuentro de los recursos alimenticios más propicios y la mejora en el hábitat de los rebaños. La actividad trashumante se desarrolla en numerosas regiones del mundo con abundantes referencias de movilidad animal. El pastoreo de renos en los pueblos lapones, los rebaños de yaks del Nepal, en tránsito de los 4.000 a los 6.000 metros de altitud, según la estación; los camelleros tuaregs, los ganaderos gauchos o las manadas de vacas de los cowboys, son pintorescos ejemplos de una tarea enraizada en el ámbito pastoril, tan necesaria como inadvertida.

 

En España la trashumancia de cercanía también ha involucrado al ganado vacuno entre valles y montes, pero su operatividad decae, debido al estabulado y la alimentación manufacturada. La función más intensa y relevante de la trashumancia actual la ocasiona el ganado ovino y caprino, cuya aportación en leche, lana, carne y quesos –incluso en detritus fertilizantes y desalojo de pastos secos en riesgo de incendios–, favorece su conveniencia y esmero, más allá de la emotividad rural y milenaria que contiene. Por otra parte, la diversidad en razas ovinas (Xalda, Churra, Latxa, Merina, Manchega, Gallega, Palmera y hasta 30 más, catalogadas en España), con su desigual predisposición respecto a producto y rendimiento, añade a la actividad tareas puntuales y diferenciadas para cada casta, con el fin de optimizar su calidad.

A partir de su fundación en el siglo XIII, la poderosa organización de ganaderos del Concejo de la Mesta fue trazando en la Península Ibérica una red de vías pecuarias, cuyas cañadas gozan de un privilegiado derecho de paso, incluso por el centro de grandes capitales, como Madrid, convenientemente circunvalados no hace muchos años, en ese y otros casos, aunque legalmente en vigor. Los caminos de trashumancia, dotados de corrales ocasionales y chozas de refugio para los pastores durante sus largas etapas, han ejercido además como mecanismos de comunicación y transmisión de conocimientos, aproximando en la distancia usanzas sociales, información cultural, tendencias e influencias, reglas de comportamiento y abundantes intercambios culinarios, identificados bajo el concepto etnológico de “cultura pastoril trashumante”.

 

Trasgresor y entrometido, el  chef neoyorkino Anthony Bourdain –fatalmente desaparecido hace poco; estrella de la televisión y referente de la narrativa culinaria indiscreta con el bestseller Kitchen Confidencial–, se interesó hace ocho años por el tránsito trashumante. Seducido por la magia gastronómica de la Torta de la Serena, el fluido manjar que requiere la producción diaria de 15 ovejas merinas –raza de escasa pero exquisita leche–, su curiosidad por los ovinos extremeños le condujo a la ruta trashumante más larga de Europa, la que protagonizan, cada verano, miles de ovejas en tránsito, a paso de pastoreo, entre la población de Campanario, en Extremadura –sede de la DOP Queso de la Serena– y la Sierra de la Demanda, en la provincia de Burgos. El colega Alberto Fernández Bombín, que ayudó a Bourdain como intérprete, recuerda cómo compartió algunos de los 33 días del trayecto, en que se recorrieron más de 600 kilómetros, a través de las vías pecuarias de varias provincias españolas: “Nos acompañaba el ganadero Ricardo Quintana, que trazó el itinerario, y el equipo de rodaje de Travel Channel, el canal de viajes norteamericano donde Anthony presentaba su programa Sin reservas y dio lugar a un magnífico testimonio de la trashumancia española que aún puede localizarse en Youtube”. Además, el tema trascendió a la revista Time, donde también se publicó por entonces un extenso reportaje titulado Trashumancia de ovejas: un viaje medieval en España.

 

La alimentación industrializada, el transporte automotriz del ganado, el declive del pastoreo y la migración urbana, los propietarios de terrenos reacios al paso de rebaños por sus lindes y no pocas inconveniencias urbanas amenazan el futuro de la trashumancia, pese a estar considerada Manifestación del Patrimonio cultural Inmaterial de la Humanidad, desde el pasado año; una distinción oficial pendiente de procedimiento, que no debería quedarse en puro folklore. Actualmente, para contemplar la vigencia y sostenibilidad de la trashumancia en toda su plenitud cultural, vale la pena aproximarse a Gran Canaria. Su condición de pequeño continente aislado, donde se suceden ciclos climatológicos variados, del nivel del mar a los dos mil metros de altitud –en un contorno inferior a los 200 kilómetros–, facilita el pastoreo de cumbre a costa. Se trata de un patrimonio cultural vivo y enraizado que se expresa con lógica económica y ecológica, sensaciones emotivas y actividad constante. En la isla existen dos culturas pastoriles: ovina al norte y caprina al sur. “En ambos casos –señala el maestro quesero Isidoro Jiménez– la técnica es trashumante de costa a cumbre, pastando los rebaños en zonas bajas durante la época invernal y ascendiendo a los pastizales de montaña en verano y otoño, para volver a los corrales de medianía baja en la época de la paridera”. La cultura rural de la procedencia, peso, tamaño, afinado y sustitución de los cencerros, la diligencia y el mando de los perros de trabajo, las improvisadas mañas de los pastores ante las inclemencias, incluso el propio escenario móvil donde transcurre todo, originan conmovedoras sensaciones bucólicas.  El libro Los últimos trashumantes de Canarias (Pellagofio Ediciones), verifica el pastoreo isleño desde su raíz y significado, relatando las complejas estrategias pastoriles que preservan su actualidad en clave de artesanía. Realizado por el sociólogo Yuri Millares, recoge los testimonios de 21 pastores y pastoras de la provincia de Las Palmas. Se trata de un compendio emotivo de costumbres, interrelaciones laborales, como la del trasquilado; tareas minuciosas y exaltación rural, que nuestro interlocutor de campo y autor fotográfico de la presente crónica, Isidoro Jiménez, resume como colofón en una frase reivindicativa: “el pastoreo es medio ambiente y cultura, pero los políticos todavía no se han enterado”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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