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CAMPO DE MONTIEL: Viaje por el viñedo de Valdepeñas

“… Subió sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel” (…) A diferencia de Don Quijote yo voy en coche y mi intención no es recorrer campos y montes para “desfacer agravios y enderezar entuertos”, sino algo más mundano: disfrutar de esta comarca mientras me adentro en ella a través de la historia de algunos de sus pueblos, los personajes que los habitaron y sus vinos.

Texto: Óscar Checa Algarra. Fotos: OCA y otros

En este último aspecto, por aquí la referencia es Valdepeñas, claro, que sirve de lindero entre estas tierras del Campo de Montiel y las del Campo de Calatrava, más al oeste. Pero, de momento, el viaje comienza en otro lugar, en el centro geográfico de Campo de Montiel y, en otros tiempos, también capital de la comarca: Villanueva de los Infantes. Eso pasó a finales del siglo XVI, por mandato de Felipe II. Antes, la Orden de Santiago se había ido encargando de acumular poder y riquezas en este pueblo que empezó siendo una pequeña aldea de Montiel. Con la declaración de capital empezó su edad dorada, pues rápidamente acabó convertida en un potente enclave cultural y espiritual. Los numerosos palacios, casas nobles, conventos, iglesias y otros edificios que aún configuran el trazado urbano recuerdan aquel tiempo en el que por estas calles uno se podía cruzar con personajes como Tomás de Villanueva, Francisco Cano, Bartolomé Jiménez Patón, Miguel de Cervantes, Lope de Vega o Francisco de Quevedo, entre otros.

Donde habitan las musas

La llamada Casa de los Estudios fue el lugar donde coincidieron gran parte de ellos. Hoy es un conjunto de viviendas particulares pero mantiene la estructura del edificio original, con su patio empedrado rodeado de galerías abovedadas y el piso superior con corredores con balaustrada y vigas de madera. Fue un colegio menor, destinado a la formación de los funcionarios que se trasladaron hasta aquí, y donde se enseñaba Gramática, Humanidades, Filosofía, Historia o Retórica, entre otras disciplinas, utilizando el método aristotélico o peripatético, es decir, usando la oratoria y caminando alrededor del patio.

Por eso, una de las curiosidades de este lugar es la extraordinaria acústica de la galería, pues, estemos donde estemos situados, escuchamos perfectamente a quien esté hablando desde cualquier otro punto del claustro. Esa concentración de tanta gente docta y sabia llevó a Lope de Vega a llamar a la localidad en un poema ‘Villanueva de las Musas’, en alusión también a maestría de uno de los profesores que impartía clases en este colegio, Bartolomé Jiménez Patón, gran amigo suyo, como también de su eterno contrincante, Francisco de Quevedo. En el convento de Santo Domingo se conserva aún la celda donde falleció el autor de El Buscón, y en la iglesia de San Andrés, en la espectacular plaza Mayor, la cripta donde fue enterrado (y desenterrado y vuelto a enterrar, en una rocambolesca historia algo larga para contar ahora…).

En esta plaza, además de las fachadas de los edificios que la rodean, los balcones corridos y los soportales, llaman la atención unas esculturas fácilmente identificables: son los personajes cervantinos, Don Quijote, Rocinante, Sancho y Rucio. Aquí cobran especial relevancia porque, según las últimas teorías, Villanueva de los Infantes sería el punto desde el que Don Quijote salió en busca de aventuras, es decir, aquel lugar de cuyo nombre no quería acordarse Cervantes. Los nuevos razonamientos se hicieron midiendo las distancias y el tiempo entre los lugares que aparecen en la novela usando como unidad el paso de caballo, tal como lo habría reflejado el autor y como se desplazan los protagonistas. ¡Y parece que coinciden con lo que relata la obra!

Aquí también está, además, la casa del Caballero del Verde Gabán, otro personaje de la novela, en la que el autor se habría inspirado para contar la historia que encontramos en la segunda parte del Quijote. Hay incluso quienes tendrían identificada la venta en la que sucede el episodio de la lucha con los odres de vino, aunque eso ya es hilar muy fino. El caso es que, aunque 

fuera ficción, aquel vino sería de viñedos manchegos, de los alrededores de Valdepeñas, seguramente.

Los vinos de Valdepeñas se conocían ya en la corte de los Austrias y cuando Madrid pasó a ser capital del Reino se intensificó su comercialización. Una venta era, por cierto, Bodegas Real, una de las bodegas que ahora forman parte de la nueva Ruta del Vino de Valdepeñas. Está cerca de Cozar, rodeada por una enorme finca de 700 hectáreas dedicada a la vid, al olivo y al cereal. Al antiguo caserío se han añadido ahora unas nuevas instalaciones pensadas tanto para la elaboración como para la celebración de eventos. Su restaurante, El Umbráculo, donde se mezcla la tradición manchega con la cocina moderna, está abierto para todas las visitas durante los fines de semana. Y si decides comer aquí, esa visita sale gratis. No muy lejos está La Caminera, un cinco estrellas rodeado de olivares que hasta dispone de aeródromo privado. En su restaurante, dirigido por Javier Aranda (el que fuera el chef más joven del mundo en conseguir una estrella Michelin) se disfruta de una cocina muy creativa pero en la que la tradición y el territorio están siempre presentes.

Íberos y arte contemporáneo

Llego ahora a Valdepeñas aunque empiezo la visita a seis kilómetros, en el yacimiento del Cerro de las Cabezas. Está junto a la A-4. De hecho, la autovía le dio un bocado (pequeño, eso sí) a los restos de esta antigua ciudad íbera ubicada en el cerro que le da nombre. Todavía queda mucho por descubrir pero con lo que ya se ha excavado y extraído se ha encontrado información suficiente para deducir que este enclave debió ser un referente importante dentro del conjunto de las sociedades íberas de la meseta meridional. La visita al centro de interpretación es fundamental, pues aquí nos explican muchísimos aspectos relevantes para conocer esta antigua ciudad y, en general, la cultura íbera.

Después hay que completarla con la del Museo Municipal, donde se exponen la mayor parte de los objetos encontrados y donde se vuelve a profundizar en diferentes aspectos: la geografía, la religión, la producción cerámica, el comercio, el urbanismo, los órdenes sociales, las actividades económicas… Allí están también los cuencos con cebada y beza quemada que se encontraron en lo que debió ser un granero que, por alguna razón, acabó pasto del fuego. De momento, en el yacimiento no se han encontrado lagares pero sí ánforas con granilla de uvas, lo que da fe de la elaboración y el consumo de vino en este lugar ya hace más de 2.000 años.

El Museo Municipal está ubicado en una antigua casa solariega del siglo XVI y, además de las salas dedicadas a la arqueología, recoge una de las colecciones de arte contemporáneo más importantes de Castilla-La Mancha, con obras de autores como Antonio López, Alfredo Alcaín, Óscar Benedí o Calo Carratalá, además de Francisco Nieva y Gregorio Prieto. Y para que no le falte de nada, tiene hasta su cueva con tinajas y todo, uno de los elementos que define la cultura del vino en Valdepeñas, donde se han conservado multitud de estas cuevas-bodega y las enormes tinajas de barro (la mayor parte de ellas traídas desde otra localidad manchega, Villarrobledo,  donde se elaboraba el vino.

Cuevas y tinajas

Una de las más espectaculares es la Antigua Bodega Los Llanos, que hoy se ha transformado en un restaurante. Su origen se remonta al año 1875, la época de mayor esplendor de Valdepeñas. Unos años antes se había construido la línea de ferrocarril que la unía con Madrid y que potenció más todavía la industria vinícola. Hasta aquí llegaron entonces bodegas como Luis Palacios o Bodegas Bilbaínas, que exportaban el vino a Filipinas, Cuba o Francia, diezmada por la filoxera, y donde los vinos manchegos se pagaban muy por encima de los navarros o riojas.

La visión de la sala de tinajas (con casi 50 de estos recipientes de 500 arrobas y la armazón de madera del techo) de la Bodegas Los Llanos impresiona, pero hay otra sorpresa: su cueva, que es enorme, formada por diferentes pasillos y ramales. Arriba, alrededor del patio, está el gastrobar y el porche convertido en restaurante acristalado. Aquí se han conservado también los chilancos, enormes trullos donde se almacenaban los orujos, los hollejos de las uvas después de prensados, para hacer luego aguardiente.            Bodegas Megía e Hijos (Corcovo) conserva también unas instalaciones similares, con su cueva excavada a 13 metros de profundidad, donde terminan de madurar y reposar

sus vinos.

Otra antigua bodega, la de Leocadio Morales, es ahora el Museo del Vino Valdepeñas. Ha mantenido la estructura original, pero también se le han añadido unas salas donde se cuenta a través de paneles y unos llamativos dibujos obra de un alumno de Mingote la historia del vino de Valdepeñas. Aquí se conserva el amplio patio con el típico pozo manchego, los aperos de labranza, el muelle de descarga de los carros, el jaraíz, las prensas y atrojes originales, el chilanco, la cueva y la bodega de tinajas. En esta sala también se expone una colección de fotografías de Harry Gordon, que recorrió Valdepeñas durante la vendimia de 1959 retratando a agricultores, usos, costumbres y momentos, y que constituye un excepcional documento.

Rumbo a Alhambra

Mi recorrido por el Campo de Montiel va tocando a su fin, pero no quiero irme sin visitar otros dos lugares. El primero es San Carlos del Valle, que ya tenía ganas de conocer su plaza. Es una de las más hermosas de la provincia, construida a modo de corral de comedias y que, de hecho, se utilizó con ese fin, aunque se levantó para albergar a los peregrinos que llegaban hasta la iglesia del Cristo del Valle, que tenía fama de milagroso. Las cuatro estatuas que adornan las torres de la iglesia representan a músicos o actores y aludirían a ese uso de la plaza como lugar de representaciones teatrales.

Desde aquí, desviándome un poco de la sierra que sí va recta, llego a Alhambra, el pueblo que tiene el mismo nombre que el palacio nazarí de Granada. La denominación es árabe, claro, y significa lo mismo, ‘la roja’, porque su antiguo castillo (ahora en ruinas) y la tierra que la rodea, son de ese color, como el resto del Campo de Montiel. Alhambra fue tierra de frontera entre los reinos árabes y musulmanes, pero mucho antes de eso había vivido su período de esplendor. Mil años atrás su nombre era Laminium, una ciudad romana (o mejor dicho, romanizada, porque su fundación sería íbera) ubicada justo en la intersección de tres de las más importantes calzadas romanas de la península: las que comunicaban con Mérida, Toledo y Levante.

Laminium, como me explica Luis, de Terra Laminitana -una empresa que organiza visitas temáticas por el territorio-, vivía sobre todo de las canteras de arenisca que se han estado utilizando hasta nuestros días, de donde sacaban piedra para la construcción y para afilar. Una piedra que, según el testimonio de Plinio el Viejo, estaba considerada como la mejor para este último menester. En el Museo Arqueológico de este pequeño pueblo están expuestos la mayor parte de los descubrimientos hechos en las diferentes excavaciones. Está en la parte alta, en el mirador del Calvario, desde donde se tienen unas vistas impresionantes.

Eso sí, los viñedos quedan en otra dirección, al otro lado de la sierra, por lo que el paisaje es de campos de cereal, senderos y caminos, como el de la Cañada Real, que pasa justo por detrás del castillo y que fue uno de los motivos por los que la Orden de Santiago también reclamó estas tierras. Charlando con Luis y planificando nuevos recorridos ha ido cayendo la tarde y el colofón de este viaje no podía ser mejor pues las puestas de sol desde aquí son espectaculares. Lástima que no tuviéramos a mano una botella de vino…

 

Duelos y quebrantos

 

Gachas de almortas, pisto manchego, lomo de orza, paté de perdiz o duelos y quebrantos son algunos de los platos de la gastronomía manchega que no faltan en la carta del restaurante de la Hospedería Santa Elena, en San Carlos del Valle, aunque este establecimiento no se ciñe a la mera tradición. Con bastante acierto y de manera ponderada ofrece también nuevas creaciones basadas en los platos o recetas clásicas, como el salmorejo mozárabe de naranja y bacalao marinado o la lasaña en deconstrucción de carne de corral con bechamel de queso de cabra. Y lo mejor es que estas propuestas suelen estar incluidas en el menú diario, y no solo a la carta. Un menú, por cierto, con un precio decididamente ajustado, especialmente entre semana.  La hospedería se edificó en 1713 para acoger a los peregrinos. Con el tiempo pasó a servir de cárcel, ayuntamiento y escuela, pero ahora ha recuperado su antigua función y, además del restaurante, tiene nueve habitaciones dobles.

 

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