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Enoturismo: El gran viaje empieza ahora

La ‘vuelta al pueblo’ que ha presidido muchos viajes de este verano no es nada nuevo para el enoturismo. Lo rural, que muchos contemplan ahora y descubrirán como algo exótico, es el entorno natural del turismo del vino y una especie de secreto que los enoturistas conocen hace tiempo. Las horas pausadas de las carreteras comarcales y los caminos, el universo que cabe en un viñedo, la sorpresa del tacto algo áspero de una pámpana, el embriagador aroma de las bodegas, la historia y las tradiciones de los pueblos y ciudades en torno al vino, el alimento constante de los sentidos…

Texto: Óscar Checa Algarra. Fotos: Óscar Checa y otros (entre ellos, Xurxo Lobato, con su foto del viñedo de Rias Baixas)

Los enoturistas llevan ventaja en todo eso pero seguro que los recién llegados (siempre bienvenidos) sabrán aprovecharlo igualmente. Lugares para ponerlo en práctica hay muchos. Entre los más destacados: los que forman parte de cada una de las Rutas del Vino de España que, actualmente, cuentan con 31 destinos repartidos por todo el territorio. Y algunos están como escondidos… vamos, que no serían los que primero se nos pasaran por la cabeza para organizar un viaje. Pero hay que aventurarse y probar porque en ellos la sorpresa será aún mayor.

 

Íberos, aztecas y la Dolores

¿Qué tal si empezamos en Lleida? Asociada a la DOP Costers del Segre, Lleida también tiene su Ruta del Vino, que se extiende tanto por zonas de montaña como por otras de baja altitud. En unas y otras se puede experimentar una buena descarga de adrenalina: en la montaña, bajando por los cañones de agua encorsetada entre la piedra, que busca el cauce remansado; en los llanos, acudiendo a contemplar lugares como el yacimiento de Els Vilars, en Arbeca. Es una fortaleza íbera, aunque sus primeros pobladores y constructores pertenecieron a la cultura de los campos de urnas (siglo VIII a.C). No está claro aún por qué se edificó en una zona tan expuesta en vez de en un alto y el hecho es que aún hoy tiene que lidiar con ello: no hay enemigos que quieran asaltarla pero sí riadas que acaban rodeándola cuando se desbordan los cauces cercanos por lluvias torrenciales. Los descubrimientos arqueológicos han sacado a luz algunos elementos relacionados con la cultura enológica, como pepitas de uva y parte de una pila de prensa de viga, lo que indica que aquí se elaboraba vino hace más de 2.000 años. Por supuesto, se siguió haciendo después y, por ejemplo, con algunas de las visitas temáticas de la Seu Vella, en Lleida, se pueden ir desgranando todos los detalles del mundo del vino durante la Edad Media. Los impuestos que gravaban el vino sirvieron para construir esta catedral y, al mismo tiempo, por toda ella hay esculturas y relieves que representan decenas de motivos vinícolas.

 

En la Ruta del Vino de Calatayud también hay un edificio igual de singular y emblemático que guarda relación con el vino: el Monasterio de Piedra. Bueno, ¿y qué monasterio no tiene ese vínculo, verdad? Pero en este es que, además, está ubicado el Museo del Vino de la DOP Calatayud y puede ser un punto de partida perfecto para empezar a recorrer este territorio en el que es fácil encontrar viñas muy viejas (que son muy apreciadas y valoradas) que crecen en condiciones geológicas y climáticas ‘extremas’. Pero la verdad es que el Monasterio de Piedra es casi más conocido por su Jardín Histórico, con sus cascadas, saltos de agua, cuevas y pasarelas, y por otro producto gastronómico: el chocolate. La tradición dice que este fue el primer lugar de Europa donde se elaboró el chocolate. Al parecer, uno de los monjes de este cenobio, Fray Jerónimo de Aguilar, acompañó a Hernán Cortés en su viaje a México y envió a su abad las primeras semillas de cacao y la receta del xocolatl, la ‘bebida de los dioses’ aztecas y mayas. Después se compartió con otros de los monasterios cistercienses (la orden a la que pertenecía en aquel entonces el de Piedra) hasta que acabó por ponerse de moda en la Corte, primero en la de España y luego en la de otras naciones europeas. También hay aquí una exposición que explica esta historia y otras singularidades del chocolate. Y, ya fuera de él, en esta Ruta podemos visitar bodegas como San Alejandro y ser `Enólogos por un día´, encontrarnos con buenos ejemplos de arquitectura mudéjar o conocer otros lugares ligados a señalados personajes, como el Mesón de la Dolores, un antiguo palacete convertido en mesón (y hoy en hotel), donde parece ser que sirvió la famosa moza que quedó inmortalizada en coplas, zarzuelas y películas. 

 

Asomados al vacío

Continuando hacia el sur, recalamos ahora en La Manchuela, la última Ruta del Vino incorporada a la marca Rutas del Vino de España. El territorio de La Manchuela se extiende por el sureste de la provincia de Cuenca y el noreste de la de Albacete. Los viñedos crecen en áreas llanas pero también  juegan con la orografía, que abandona la imperturbable planicie manchega para darse a juegos antojadizos de montes, cerros y cortados. El río Júcar, que serpentea por la comarca, es el gran responsable de esos caprichos. Las tierras rojas característica de la zona se convierten en algunos rincones en roca calcárea que se desgarra en hoces tan impresionantes como la de Alarcón, Alcalá del Júcar o Jorquera. Se asoman al vacío, en equilibrio imposible, los pueblos en los que no faltan las atalayas y castillos de origen árabe que, con el tiempo, pasaron a formar parte del marquesado de Villena. Pero, más allá de ese legado heroico, estos mismos pueblos de casas blancas y zócalo azulado guardan otras sorpresas; nuevas sorpresas, como el Centro de Arte Pintura Mural de Alarcón con su universo contemporáneo dentro de una antigua iglesia desacralizada; la estampa de casas solariegas, viejas posadas y paradas de postas, palacios renacentistas y basílicas que parecen castillos en Villanueva de La Jara; o las casas-cueva excavadas en las paredes de piedra que el Júcar ha ido desgastando, convertidas en las habitaciones de diseño moderno de Xuq, en Jorquera. Es difícil encontrar más fantasía concatenada, pero entonces miramos a las viñas y a los vinos y resulta que estamos en territorio de la Bobal, una variedad rústica y de taninos casi indomables que ha empezado a ser comprendida y con la que se están consiguiendo unas elaboraciones cada vez más admiradas. 

 

Lo de prestar atención a variedades denostadas o casi extintas, hace tiempo que también se convirtió en el día a día de la Finca La Melonera. Está en plena Serranía de Ronda y forma parte de la Ruta del Vino de Ronda y Málaga, un territorio de montes con suelos de enorme diversidad geológica donde ya en época romana había plantación de vides pero donde la cultura vitivinícola acabó casi olvidada sobre todo tras el golpe de la filoxera. Federico Schatz y Alfonso de Hohenlohe la reactivaron y, poco después, llegó también el enoturismo, complementando una oferta ya atractiva con elementos como la historia de los bandoleros, la Real Maestranza, el pasado árabe y, aquí también, la descabellada orografía que un río ha ido modelando. Si uno se para en el Puente Nuevo a contemplar el cañón, el Tajo, como lo llaman aquí, casi no da crédito a que haya sido el Guadalevín el causante de semejante zarpazo. Y bueno, sin quitarle el protagonismo a este pequeño río (que de vez en cuando baja crecido), la verdad es que el secreto está en la composición de la roca de esta meseta: los materiales más blandos acabaron cediendo a la erosión de millones de años y provocaron esa brecha que divide a la ciudad en dos y que la arquitectura del Puente Nuevo, como una enorme grapa, se ha encargado de mantener unida. Aunque vengamos por el vino, en Ronda hay que seguir la historia del agua: junto al Guadalevín están los baños árabes, de época nazarí, y la llamada Mina Secreta. Las dos construcciones se descubrieron a comienzos del siglo XX cuando la Duquesa de Parcent encargó el diseño de unos jardines en la Casa del Moro, el lugar donde estuvo el palacio del rey Almonated. Los baños árabes, olvidados y tapados por los arrastres del río, estaban ubicados extramuros de la antigua medina y eran de uso obligado para quien llegaba de visita a la ciudad. La Mina Secreta, también de origen árabe, era una mezcla de mina de captación de agua y fortaleza tallada en la pared de roca, con una escalera en zigzag, estancias y aljibes donde se almacenaba el agua.

 

Lazos místicos

Ponemos de nuevo rumbo al norte, pero esta vez por el costado oeste del mapa, hasta llegar a Salamanca. Sí, también aquí hay viñedos y una de las más sorprendentes rutas del vino de Castilla y León: la Ruta del Vino Sierra de Francia. El cultivo de la vid y la producción de vino en esta comarca también viene de lejos, como atestiguan la cantidad de lagares rupestres repartidos por la montaña. Y lo mismo la tradición de poner unos racimos de 

uvas en la hornacina que guarda la pequeña escultura de San Ginés, en la puerta del mismo nombre de la muralla de Miranda del Castañar, invocando la protección del viñedo. No se sabe de cuándo procede esa costumbre, como tampoco se sabe de dónde salieron los trazos y relieves en algunas de las fachadas de las casas, que representan a animales, círculos o flores. El caso es que son los mismos dibujos que encontramos en la tradición de los bordados de toda la Sierra de Francia y que algunas de las bodegas (como Cámbrico o Rochal) han elegido para las etiquetas de sus vinos.

En otro pueblo, en Mogarraz, lo que albergan las paredes exteriores de las viviendas son retratos, centenares de imágenes de las personas que viven o vivieron aquí. Es parte de un proyecto artístico, Retrata2-388, ideado por el pintor Florencio Maíllo que recuperó las fotografías que a mediados del siglo XX otro mogarreño, Alejandro Martín Criado, realizó a la gente de entonces para que pudieran hacerse el carné de identidad. Aquellos rostros, y otros contemporáneos, lucen ahora en las fachadas de las casas que, con su combinación de piedra y entramado de madera, acaban por dejar embobado a cualquiera. La bruma y la lluvia que muchos días acompaña por estas latitudes serranas dan un toque de misticismo a estos pueblos. A la salida de Mogarraz, el antiguo humilladero (donde los que salían de viaje pedían a un santo que les fuera bien) acentúa esa sensación y comienza a establecer lazos con el nuevo destino: Galicia.

 

Si en la Sierra de Francia desconciertan las viñas aterrazadas y luchando contra la gravedad, en la Ruta del Vino de Rías Baixas lo 

hace el paisaje que las sitúa emparradas y junto al mar. No todas están así, claro, pero habelas, hainas, como dicen por aquí con las meigas… La explicación está en que los habitantes de esta comarca vivían tanto del mar como del campo, eran marineros y agricultores. En Cambados, las fachadas de las casas son igual de protagonistas que las que dejamos en Salamanca, solo que las de aquí están forradas de conchas 

de vieiras: los marineros descubrieron que era el mejor material aislante para proteger las paredes del potente y húmedo viento del sur, más temido casi que los vikingos. Durante la Edad Media, a estos guerreros nórdicos les dio por recorrer las costas gallegas en busca de riquezas, así que se levantaron una serie de torres vigía como la que se ve aún hoy (en ruinas) en la isla de San Sadurniño, frente al barrio de San Tomé. La verdad es que solo en Cambados hay cientos de  anécdotas y rincones sorprendentes, pero hay que recorrer el resto de la Ruta y nos perderse lugares como Martín Códax, Pazo Baión o Pazo de Rubianes, que está declarado Jardín de Excelencia Internacional y, donde, además de viñas, cultivan camelias: tienen más de 4.500 ejemplares, de 800 variedades diferentes.

También en las islas

En Baleares y en Canarias también hay rutas del vino. Y ya que estábamos en la vertiente atlántica, vamos a elegir las Canarias para terminar esta gran excursión enoturística. Lo haremos en Tenerife, la zona vitícola donde coexisten un mayor número de variedades de todo el mundo. Aquí no llegó la filoxera pero muchas estuvieron a punto de perderse hasta que algunos bodegueros y viticultores decidieron apostar por su rescate. La cuna de esa recuperación, el lugar al que acudieron fue el macizo de Anaga, un punto en el noreste de la isla que ha permanecido prácticamente aislado hasta nuestros días. Aquí hubo que echar imaginación y valentía para cultivar, pues el único terreno disponible eran las empinadísimas laderas que caían al mar y donde hay más roca que suelo fértil. Los métodos, las variedades y los vinos nada tienen que ver con los de cualquier otro sitio, pero es que esto se repite en otros rincones de la isla; es un asombro constante. En la Casa del Vino, una antigua hacienda canaria del siglo XVII rehabilitada como espacio temático, acabaremos de entender todas las particularidades del cultivo y de los vinos tinerfeños. Durante tres siglos fue el producto alrededor del que giró la economía de la isla, lo que atrajo a corsarios y piratas. Y, seamos sinceros, una historia que cuenta con estos personajes tiene todo lo necesario para que, al minuto, pongamos ojos y oídos sobre ella.

 

 

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