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Cocineras: Las evidencias y el reto de un oficio con historia

Extraigo frases de un artículo aparecido entre los chats de Mujeres en Gastronomía, la diligente agrupación que pone foco al ámbito culinario de la mujer: “Tengo la sensación de que en este período de exaltación femenina (8 de marzo y alrededores) está permitido decir estupideces y obrar de manera un tanto anárquica. Algo no me encaja… Han faltado acciones serias, firmes y con contenido de las mujeres reclamando sus derechos laborales, el gran reto y suspenso de la gastronomía en este país. Porque no olvidemos que estos días comenzaron siendo los de ‘la mujer trabajadora’ reclamando sus derechos y han acabado en la exigencia de igualdad de todo lo propio y lo impropio. Me falta calidad en las manifestaciones, me falta argumento y contenido en las acciones que han recorrido los medios de comunicación, me falta originalidad en una lucha que por lo general se ha vuelto terriblemente vulgar”, escribe quien firma con un seudónimo, La Cotilla gastronómica. Volveremos a ello.

Por Luis Cepeda

En efecto, la jornada dedicada a la mujer está institucionalizada por la ONU desde 1975, con la expresión oficial de Día Internacional de la Mujer Trabajadora, aunque se originó en 1911 en Centroeuropa como signo de la lucha de la mujer por “su participación, en pie de igualdad con el hombre, en la sociedad y en su desarrollo íntegro como persona” y hasta comienzos de este siglo no fortaleció del todo su expresión pública y utilidad reivindicativa a través de sectores laborales específicos. Se trata, pues, de una conmemoración encuadrada en principios de justicia social y no debe confundirse con los señuelos del calendario comercial o folklórico cuya frivolidad abruma y para los que no se si va a haber fechas suficientes en todo el año. Pero, en efecto, algo confuso ocurre aún en la verificación de un enunciado tan evidente y potente como el que formaliza la histórica fecha del Día Internacional de la Mujer Trabajadora y hoy se depura y extiende como movimiento feminista o doctrina que pide para la mujer el reconocimiento de unas capacidades y unos derechos que han estado reservados para los hombres. En todo caso, desde el auge y la visibilidad del fenómeno gastronómico, la corriente adquiere el vigor propicio para ejercerse con criterio, ecuanimidad y ejemplo.

En el propio ámbito de la asociación Mujeres en Gastronomía (MEG) no faltan reacciones dignas y puntuales que prescriben actitudes nuevas. Una de sus componentes fundamentales, Carme Ruscalleda, rechazó la distinción de Mejor chef mujer del mundo, otorgada por los organizadores del célebre The World’s 50 Best Restaurants británico, por considerar que se sacaba de contexto un galardón solo aceptable desde la competitividad profesional simultánea de hombres y mujeres, renegando así de la presunta discriminación positiva que supone el concepto de “chef mujer. Mal estamos si se distinguen por sexos los méritos profesionales en el territorio del talento. Hace años que la chef María José San Román, ahora impulsora y presidenta de MEG, no pudo ser más ecuánime cuando, durante una entrevista le pregunté si ser mujer implicaba otro modo de ser chef. Respondió que suele hablarse de sensibilidad femenina, “pero yo aprendí con dos maestros, Jean-Louis Neichel y Joan Roca, hombres, sensibles y profesionales, a quienes me gusta parecerme, porque el oficio culinario no es sexista”.

Su imparcialidad prevalece en mensajes más recientes, al reconocer que la historia de la mujer en la cocina no existe –más allá de su presencia doméstica o gregaria en el oficio–, pero que tampoco hay mucha historia que contar en la de hombres “antes de Augusto Escoffier, que implantó las reglas en la cocina francesa, emprendiendo con ello la historia de la gastronomía y sus cánones, de la que hemos bebido hasta que llegó Ferran Adrià”, si nos atenemos al modo en que hoy se cuenta la vida y milagros de los cocineros contemporáneos y su alcance mediático. Insiste María José San Román que la gastronomía ha devenido en una profesión elegante en los últimos tiempos, pues “antes el cocinero era un sirviente que cocinaba y no tenía ninguna categoría”, reconociendo que efectivamente hubo, en el ámbito profesional, personajes al mando, que casi siempre eran hombres, aunque “en la historia de la gastronomía no figuran grandes nombres; ni masculinos ni femeninos”. Conclusión con la que discrepo un poco en favor del éxito popular de las cocineras, por menos hasta los años ochenta del pasado siglo, antes que la nouvelle cuisine que revelara Paul Bocuse y aquí nos trajeron Arzak y Subijana, trazara un cauce nuevo y personificara individualidades en el oficio.

Creo que el apogeo de la figura del cocinero, en cuanto a personaje con prestigio y alcance popular o mediático se produce con la aparición de la figura del cocinero-empresario; es decir, cuando el chef toma del todo el mando en la actividad hostelera en la doble función de cocinero y gestor. Previamente los jefes de cocina habían logrado alta consideración profesional, bastante bien remunerada y colmada de prebendas, que no solo les bastaba, sino que ellos mismos anteponían a la opción o al riesgo empresarial. Los cocineros españoles ejercieron su oficio con éxito y prosperaron los clubes de jefes de cocina sostenidos por bases laborales o sindicales amplias, donde la proporción de las cocineras era exigua. Pero no es ocioso recordar que al mítico Jockey no se acudía porque cocinara Clemencio Fuentes, que era un gran chef, sino por tratarse del restaurante del empresario hostelero Clodoaldo Cortés. Ni a Lhardy para saborear expresamente el cocido de Antonio Feito, sino el célebre cocido de Lhardy en vajilla de plata, ni al Goya del Ritz a degustar el talento culinario de Eustaquio Becedas. Tampoco al Castellana Hilton –hoy Intercontinental–, para admirar la cocina magistral de Ángel Cáceres, cuyas recetas de autor estaban en los manuales de cocina de toda la cadena Hilton, ni al Fogón del Wellington a percibir la cocina esencial de Pedro Unsáin, que luego fue maestro de Arzak. Se trataba de grandes cocineros, pero su soberanía profesional se circunscribía al ámbito del oficio, salvo en casos de algunos cocineros-empresarios con popularidad regional, como Juan y Luis Durán, en Figueras y Le Perthus, Genaro Pildáin, del Guría en Bilbao, Antonio Julià, de Reno en Barcelona y unos pocos más.

Sin embargo la curiosidad gastronómica del público siempre tuvo claro que los mejores lenguados, langostinos y pollos fritos los hacía Doña María Izquierdo, de Casa Aroca, en la plaza de los Carros de Madrid; que si estabas en San Sebastián era un placer disfrutar de la cocina de Pepita Berridi, depositaria del legado de la gran Nicolasa, y si recorrías en el Valle del Bidasoa podías gozar de las becadas asadas a la vista, ebrias de fuego y armagnac, de Josepha, en Santesteban, donde a lo mejor te encontrabas al mismísimo Orson Welles, que habría viajado expresamente desde Madrid para eso mismo. Suena remoto, pero fueron feministas veteranas quienes señalaban los destinos gastronómicos indispensables hasta hace 30 años, unas veces como solventes cocineras y otras como dueñas, además. Mujeres históricas al frente del fogón fueron las hermanas Azcaray, de El Amparo de Bilbao, estructurando el futuro de la cocina vasca o hermanas Guerendiain, de Las Pocholas de Pamplona, con la carta más versátil de Navarra; Rosario, en el Salduba de la Parte Vieja, cuyo arroz con verduras pervive en quien lo cató; Paquita Arratíbel, titular de Arzak, hasta que Juan Mari tomo el relevo o la vigente e incombustible Amaia Ortúzar del Ganbara, antes guisandera y asadora en El Trapos, la mejor parrilla de la Parte Vieja en los setenta.

Es interminable el repertorio de célebres cocineras, cuando los cocineros no lo eran tanto. Amparo Martín, gobernando el horno de Botín o “las chicas” de Malacatín, las diez hijas de su prolífico fundador, que mantuvieron su legado centenario desde la puerta a la cocina. También Marisa Sánchez, madre de Francis, hasta hace bien poco al frente del Echaurren de Ezcaray o Benigna Fernández, fundadora de Casa Gerardo y la abuela Ángela, instauradora de su célebre fabada. Y Damiana Arribas de Casa Zoilo, en Palos de Nalón, creadora del pichín alangostado o las fabes con marisco, la abuela Leandra, acreditada guisandera de Las Cabañas, en Peñaranda de Bracamonte, nudo de comunicación entre las Castillas y Extremadura; el indispensable La Goya de Valladolid, fundado por la hermana de la abuela de la actual propietaria; Casilda, la cocinera que abrió Casa Ojeda, en Burgos, dictando la doctrina del asado de lechazo por toda Castilla, junto con Seri Bermejo, del Mesón de la Villa, en Aranda de Duero; Paqui y Lolita Rexach, del Hispania en Areys de Mar, Montserrat Fontané, de original Can Roca, en Girona o Luisa Martínez, del Juanito de Baeza y sé me quedo muy corto.

 

La víspera del Día de la Mujer, Manuel Vicent recordó en “El País” que fueron mujeres quienes en el Neolítico comenzaron a guisar y desde entonces, a lo largo de 10.000 años, no han abandonado la cocina; “en cambio son hombres los que han acaparado la cultura culinaria”. Y consecuentemente, es inevitable la reivindicación trasversal a propósito de la desproporción entre cocineras y cocineros con rango de chef, pero acaso haya que poner menos foco en reparto las estrellas o restar énfasis al componente empresarial en favor del dispositivo social que invoca la jornada de la mujer y su día a día. Hay que parar las aguas del olvido, pues debemos mucho a las mujeres nos precedieron en una historia de la cocina de ellas que, si queremos, existe y es potente. El mensaje espontáneo y pseudo-anónimo del principio, concluye diciendo: “¿dónde han quedado todos esos valores que definen a las heroínas de nuestras familias, esa lucha llena de mujeres valientes y esa fuerza de los matriarcados tan propios de nuestro país? Supongo que no se identifican con la ola de feminismo desbocado actual”. Todo un punto de vista. Para pensárselo.

 

 

 

 

 

 

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