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El atún más bonito: La envidia del mar

Antes, cuando estas cosas tenían en la vida cotidiana mucha más importancia que ahora, era habitual ligar las temporadas de muy diversos alimentos con el santoral; así, decíamos que “por San Juan, la sardina pringa el pan”, para corregirlo luego con “la sardina, de Virgen (del Carmen, 16 de julio) a Virgen (15 de agosto)”. En el caso de la campaña, pesquera o marea del atún blanco o bonito, sabíamos que empezaba, en aguas gallegas, allá por San Juan o San Pedro, a finales de junio; luego, el bonito iba migrando hacia el Este, hasta aguas vascas.

Por Cristino Alvarez

Hay que aclarar que llamamos bonito, al estilo del Norte, al que realmente se llama atún blanco o bonito del Norte, el Germo alalunga o Thunnus alalunga, llamado así por la longitud de sus aletas laterales. Es, por decirlo de alguna manera, y atendiendo tanto a su sabor como a sus costumbres, “el fino de los atunes”. Pertenece a la ilustre familia de los escómbridos, aunque normalmente les llamemos, para entendernos, túnidos. Una familia, como decimos, ilustre, de la que nuestro atún blanco sería el aristócrata.

¿Por sus costumbres…? Podría ser. Todo el mundo sabe que, hasta hace relativamente poco tiempo, tanto la realeza como la aristocracia (la del dinero, también) elegían para veranear las ciudades costeras del norte de España: Santander, La Coruña y, especialmente, San Sebastián, con la clásica extensión a Biarritz. La Costa del Sol estaba por surgir, y destinos como las Seychelles eran simplemente un punto en el mapa. Aparte de la suavidad del clima estival, la gente sabía que en toda la cornisa cantábrica se comía muy bien.

Nuestro bonito también lo sabe, y veranea en el Cantábrico. Lo hace, además, para alimentarse: para reproducirse busca otras aguas, más cálidas. En el Cantábrico se da banquetes de anchoas, de sardinas… como cualquier veraneante. Mientras, su primo el gran atún rojo (Thunnus thynnus) viaja al Mediterráneo, donde, si supera las cada vez más escasas almadrabas sureñas, se reproducirá. En cuanto al atún más habitual en las latas de conserva, el atún claro o rabil, llamado yellowfin (Thunnus albacares), es más partidario de mares más o menos tropicales, entre otros el que baña las Seychelles.

Los atunes son conocidos y apreciados desde tiempos antiguos. Conviene, eso sí, saber a qué se refieren los clásicos como Marco Gavio Apicio cuando hablan de las distintas variedades. El citado Apicio cita varias recetas en su ‘De Re Coquinaria’. En el libro IX, titulado ‘Thalassa’, o sea, “El mar”, lo cita en el capítulo IX, ‘In sarda, cardula, mugile’. Aunque alguna traducción al castellano de la obra de Apicio hace equivaler el latín sarda al castellano sarda, que es la caballa (otro escómbrido), la magnífica versión bilingüe (francés y latín) de Jacques André identifica este sarda con el pescado llamado en francés germon, que no es otro que nuestro Germo alalunga. Cordula se refiere a muy jóvenes atunes, pero Thunnus thynnus, o sea, atún rojo. Apicio da cuatro recetas para nuestro bonito en ese libro, y en el X, bajo el título In piscibus, da otra para atún en salazón y otra más para lo que llama pelamys, que es el atún en su primer año de vida.

En nuestra coquinaria medieval y renacentista hay referencias. Villena, en su ‘Ars Cisoria’ (1427), lo cita en el capítulo referido a “las viandas que usan comer en estas partes”, aunque al hablar de los “pescados que se acostumbran en estas partes comer” solamente lo menciona al tratar “de los salados e secos, asy como el congrio, la pescada, el atún…” La Corte de Castilla estaba más lejos del mar que Roma, eso está claro.

Mejor tratamiento le da Francisco Martínez Montiño en su ‘Arte de Cocina’ (1611). Dice que el atún fresco “es muy buen pescado”, aunque matiza que “después de salado es muy bueno para hacer una olla, que tenga el gusto de una olla podrida de carne…”

Da recetas de atún para cazuela, costrada, pastelón, salpicón, olla, escabeche y atún lampreado. Vean esta cazuela: “haciendo pedazos de él, ahogar un poco de cebolla con buen aceyte, y echar allí del atún los pedazos que te pareciere que son menester, y ahógalos muy bien, y sazónalo con todas especias, y sal, y ponles un poco de agua caliente, quanto se bañen, y échale un poco de verdura picada, y su agrio, y déxalo cocer un poco tapada la cazuela, que sea medio estofado”. Esto, ¿qué es? ¿Siglo XVII o nouvelle cuisine? De hecho, Montiño nos está sugiriendo sofreír algo de cebolla y, sobre ella, los trozos de bonito; sazonar al gusto y terminar con una cocción prácticamente en caldo corto, al hablar de añadir verdura. En cuanto al agrio, nosotros buscaríamos ahora un punto de acidez con algo de vino blanco, o tal vez con un chorrito de buen vinagre. Ya ven: nada nuevo bajo el sol.

Centrémonos en la cocina del atún blanco, o sea, del bonito. Lo primero que le viene a la mente a cualquiera es el marmitako, gran plato que debemos a los pescadores vascos, que lo preparaban a bordo; no se vayan a creer ustedes que es fácil cocinar en una trainera; pero en ellas nacieron platos marineros hoy ilustrísimos, como este o como la clásica caldeirada gallega. El marmitako es plato antiguo, pero en su versión actual no parece ir mucho más allá de principios del XIX: las patatas, hoy parte importante del plato, tardaron mucho en ser aceptadas e incorporadas a la cocina cotidiana.

Para muchos, la joya del bonito es la ventresca, o ijada, o chaleco, o mendreska, que es la carne de su zona ventral. Ciertamente grasa (los escómbridos son pescados azules), encierra un grandísimo sabor, que se potencia mediante su sabio tratamiento en el horno; pero la ventresca de atún blanco tiene sitio de honor en la lista de las conservas que utilizan este pescado, que ya va siendo hora de que digamos que hace honor a su nombre de ‘bonito’ y que está, como sus hermanos, concebido y diseñado para nadar.

Hay más platos ilustres y famosos con el bonito como protagonista. El bonito encebollado, sin ir más lejos; o el bonito que llamamos ‘a la riojana’, con pimientos y tomates, plato ciertamente calorífico, como el marmitako, y más adecuado para veranos norteños que para la canícula mesetaria. Hoy el atún blanco se ha sumado, con menos entusiasmo que el rojo, amadísimo por los japoneses, al repertorio de pescados ‘no cocinados’: en carpaccio, en tartar… Y protagoniza la que sin duda es la hamburguesa más bonita, porque está hecha con bonito.

Villena no lo incluía entre los pescados frescos. Y es verdad que con el atún blanco se preparan conservas extraordinarias. Si tenemos en cuenta que el escabeche es, en principio, una forma de conservar los alimentos, el bonito en escabeche tiene su lugar aquí. Es el escabeche por antonomasia: cuando alguien dice escabeche, se entiende que habla de bonito. Se añadía a las ensaladas, en especial a aquellas abigarradas “ensaladas de la casa” que llevaban de todo; era el alma de la hoy desusada tortilla de escabeche; los pinchos de escabeche eran (son aún) clásicos en las cervecerías madrileñas, pese a que a veces son difíciles de pasar, por su textura.

Hoy se va más al bonito en aceite. De oliva, por favor. ¿Quién no ha disfrutado de un bocadillo de bonito con pimientos a media mañana? ¿Qué animal marino protagoniza la más popular de nuestras tapas, la ensaladilla rusa, más que el bonito en aceite? Hay marcas norteñas extraordinarias. Y de contenido atractivo incluso visualmente. Déjenme citar a Cunqueiro, amante del bonito en conserva: “para mí, después de una ventresca y por delante de un escabeche, como mejor está el bonito es en conserva, en aceite de oliva: acaba uno de abrir una lata y aparece hermosísimo en ella el bonito, tan bien estibado, de un ligero color tostado. Apetece.”

Termino con un recuerdo futbolístico. Cuando yo era un crío, la final de Copa se jugaba a finales de junio, y uno de los contendientes era, casi siempre, el Athletic Club (entonces Atlético de Bilbao), que tenía la para sus rivales molesta costumbre de ganarla. En esas fechas, comienzo de la costera, el puerto coruñés estaba lleno de multicolores boniteros vascos, que iban siguiendo a los bonitos hacia sus propias costas. Naturalmente, la victoria de los leones era festejada por sus tripulantes haciendo sonar todas las sirenas de sus barcos: un espectáculo visual, auditivo… y presagio de algún buen plato preparado, naturalmente, con bonito. Atún blanco, vaya.

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